Respire, no aspire (cocaína)
La madrugada del 23 al 24 de agosto del 2001 Joaquín Sabina sufrió una isquemia cerebral. Inmediatamente, todos los medios de comunicación lo dieron por muerto. Hacía un mes, Sabina había cancelado dos veces consecutivas una lectura de poemas en Barcelona y había muchas especulaciones con respecto a su salud. Lo cierto es que aquel incidente (al que él gusta referirse como “marichalazo”) lo hizo volver a la vida con la, en un principio, saludable intención de sentar cabeza.
Háblame de tu depresión, Joaquín. De esa nube negra que te sobrevino tras el marichalazo, rebasados los cincuenta, como una furiosa menopausia. Quién te lo iba a decir.
“¿Quieres que te hable de la depresión? Pues para que te entiendas fue algo así como cuando uno tiene catorce o quince años y cree que la muerte es algo que sólo les pasa a los demás y nunca a él, porque la muerte no existe entonces en lo absoluto, ni siquiera si de pronto se muere tu abuelo. De hecho, los niños no lloran en los entierros; están inmunizados por unas enzimas que tienen. Del mismo modo, la depresión, que alguna vez sufrí de cerca por cierta chica muy amada, me parecía que era algo que nunca me iba a pasar a mí. A raíz del marichalazo, del que me recuperé asombrosamente rápido -al cuarto día ya andaba y podía mover el brazo-, algún médico, algún sabio que consulté, me dijo que tuviera cuidado porque, cuando menos me lo esperara, me iba a sobrevenir una depresión. Y sucedió. De una forma además bastante rara de tragar para quien yo había sido, porque era una grandísima falta de interés por todo o por casi todo y ningunas ganas de ver a nadie, ni siquiera a la gente más querida. Estuve así como año y medio o dos años, sin “ganas de” [en alusión a su canto a la vida de Ganas de…, incluido en el disco Esta boca es mía]. Con un rechazo radical y frontal por todo lo que significara escenario y compromisos públicos. Incluso cuando empecé a asumirlos, a ir, por ejemplo, a alguna entrevista de prensa o de televisión, o con Luis García Montero y Ángel González el día de la presentación de mi libro de sonetos, me costaba muchísimo. Nunca olvidaré el día en que tuve que presentar una novela de Almudena Grandes: estuve vomitando una hora entera, hasta justo dos minutos antes de salir a presentarla. Mi cuerpo rechazaba completamente cualquier compromiso público. Recuerdo también que Manel Fuentes, al que quiero mucho, me quería hacer una entrevista para su programa de televisión y tuvo que venir a casa tres veces porque las dos primeras no me presenté. Le decía a Jime: “No puedo, no puedo”, y ella insistía un poco y yo me ponía histérico: “¡Si te digo que no puedo es porque no puedo!” El caso es que al final conseguí domar mi cuerpo de una manera rara: cuando tenía que hacer algo para un amigo muy querido al que no le podía decir que no -hablo de muy pocas personas, Luisito García Montero o Ángel González-, me levantaba diez horas antes para vomitar y pasar del espejo. Y así fui empezando a salir.
(…)
Lo que te condujo a la depresión fue, como tú mismo has señalado, el marichalazo, el ictus cerebral, y lo que te llevó a sufrir ese ictus fue tu militancia drogadicta.
La madrugada del 23 al 24 de agosto del 2001 Joaquín Sabina sufrió una isquemia cerebral. Inmediatamente, todos los medios de comunicación lo dieron por muerto. Hacía un mes, Sabina había cancelado dos veces consecutivas una lectura de poemas en Barcelona y había muchas especulaciones con respecto a su salud. Lo cierto es que aquel incidente (al que él gusta referirse como “marichalazo”) lo hizo volver a la vida con la, en un principio, saludable intención de sentar cabeza.
Háblame de tu depresión, Joaquín. De esa nube negra que te sobrevino tras el marichalazo, rebasados los cincuenta, como una furiosa menopausia. Quién te lo iba a decir.
“¿Quieres que te hable de la depresión? Pues para que te entiendas fue algo así como cuando uno tiene catorce o quince años y cree que la muerte es algo que sólo les pasa a los demás y nunca a él, porque la muerte no existe entonces en lo absoluto, ni siquiera si de pronto se muere tu abuelo. De hecho, los niños no lloran en los entierros; están inmunizados por unas enzimas que tienen. Del mismo modo, la depresión, que alguna vez sufrí de cerca por cierta chica muy amada, me parecía que era algo que nunca me iba a pasar a mí. A raíz del marichalazo, del que me recuperé asombrosamente rápido -al cuarto día ya andaba y podía mover el brazo-, algún médico, algún sabio que consulté, me dijo que tuviera cuidado porque, cuando menos me lo esperara, me iba a sobrevenir una depresión. Y sucedió. De una forma además bastante rara de tragar para quien yo había sido, porque era una grandísima falta de interés por todo o por casi todo y ningunas ganas de ver a nadie, ni siquiera a la gente más querida. Estuve así como año y medio o dos años, sin “ganas de” [en alusión a su canto a la vida de Ganas de…, incluido en el disco Esta boca es mía]. Con un rechazo radical y frontal por todo lo que significara escenario y compromisos públicos. Incluso cuando empecé a asumirlos, a ir, por ejemplo, a alguna entrevista de prensa o de televisión, o con Luis García Montero y Ángel González el día de la presentación de mi libro de sonetos, me costaba muchísimo. Nunca olvidaré el día en que tuve que presentar una novela de Almudena Grandes: estuve vomitando una hora entera, hasta justo dos minutos antes de salir a presentarla. Mi cuerpo rechazaba completamente cualquier compromiso público. Recuerdo también que Manel Fuentes, al que quiero mucho, me quería hacer una entrevista para su programa de televisión y tuvo que venir a casa tres veces porque las dos primeras no me presenté. Le decía a Jime: “No puedo, no puedo”, y ella insistía un poco y yo me ponía histérico: “¡Si te digo que no puedo es porque no puedo!” El caso es que al final conseguí domar mi cuerpo de una manera rara: cuando tenía que hacer algo para un amigo muy querido al que no le podía decir que no -hablo de muy pocas personas, Luisito García Montero o Ángel González-, me levantaba diez horas antes para vomitar y pasar del espejo. Y así fui empezando a salir.
(…)
Lo que te condujo a la depresión fue, como tú mismo has señalado, el marichalazo, el ictus cerebral, y lo que te llevó a sufrir ese ictus fue tu militancia drogadicta.
“Sí, por qué no, hablemos de las drogas. Hoy he estado releyendo una entrevista que me hizo Victoria Prego en la que le contaba que llevando la vida que yo he llevado, la gente se muere a los sesenta años. Y le ponía de ejemplo a los Carlos Barral y a los Giles de Biedma, a toda esa banda de borrachos. Yo tengo cincuenta y cinco y no tengo la menor intención de morirme, pero sí he llegado a estar ahí, en una zona de mucho riesgo.”
En muchas de las entrevistas que te han hecho decías, cínicamente: “Sí, alguna raya me he metido”.
“Sí. Yo nunca he negado que me metiera rayas a diario.”
Es cierto que nunca has negado que consumieras cocaína, pero por la manera en que lo decías casi parecía que, efectivamente, era algo que hacías, pero no con la frecuencia suficiente como para que te adjudicaran adjetivos indeseables. Y ahora te pregunto: ¿se puede decir que has sido cocainómano o adicto a la cocaína durante muchos años?
“Pues mira, tal vez soy más borracho que adicto a la cocaína, porque mientras a mi alrededor mataban por una raya, yo la verdad es que no. Recuerdo muy bien que cuando estaba trabajando en casa para sacar adelante 19 días y 500 noches, la gente que estaba conmigo se iba todas las noches cuatro o cinco horas a un bar, entre la una y las cuatro de la mañana, y en ese tiempo yo seguía escribiendo sin necesidad de meterme ninguna raya. Desde luego que no soy de esos que se miden y se controlan muchísimo, y de vez en cuando me he pegado pasones tremendos, pero tampoco soy un conductor suicida.”
Dices que eres, hoy, más borracho que drogadicto has sido.
“De hecho, he podido dejar las drogas sin grandes conflictos y, además, las dejé sin que el marichalazo me diera el aviso, de la noche a la mañana. Sin embargo, la vida sin una copita se me hace muy incolora, inodora e insípida. Es decir, la cultura del alcohol es en mi opinión muy superior a la de la droga. Llamo cultura del alcohol a compartir una estupenda mesa con unos amigos que tengan una conversación florida, interesante y divertida, y eso es con unos whiskys o con unos vinos. La cultura de la droga, sea cual sea, con la única excepción de los canutos, acaba metiéndote en un agujero, incomunicándote. Y eso no me interesa nada.
Extraído de Yo también se jugarme la boca. Sabina en carne viva (Ediciones B, 2006) Joaquín Sabina y Javier Menéndez Flores.
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